La
semana pasada me estrené como madre de colegio. Es verdad que ya había dado mis
primeros pininos como tal, pero nada tan serio como esto.
La
semana pasada fui escogida para dirigir la Estación Número 6 de la Fiesta
Deportiva de la Joan Miró, que es la escuela donde estudia mi hijo y que yo,
como venezolana acostumbrada a la educación privada, no puedo decirle escuela
sino colegio o cole, simplemente.
Me desperté a las seis de la mañana. Y a las ocho ya estaba en el stadium. Me dieron un cronómetro, como esos que llevan los verdaderos entrenadores, y una bolsa con cuerdas para saltar. Colocamos conos, buscamos libretas y lapices para anotar, botellas de agua para los deportistas y los responsables de estaciones.
A las 9 llegaron ellos y comenzamos. Cuatro
niños a la vez. Cuatro cuerdas. Y a la cuenta de tres, comenzaban a saltar sin
parar. Yo con el cronómetro debía llevar la cuenta. Un minuto exacto por cada grupo. Luego, contar los saltos que cada uno había logrado hacer. En esta fiesta nadie ganaba. Lo
importante era competir y enseñarle a los niños de la primera y segunda clase la
importancia del deporte.
Mis
amigas, muchas solteras, profesionales e inteligentísimas todas, no
daban crédito de lo que oían… "¿pero por qué tenías que ir? ¿desde las
ocho de la mañana? ¿y para qué están las maestras?… tú eres loca Silvia!"
Para ciertas cosas no hay respuestas. El orgullo de ser madre y llevar cronómetro está más allá de cualquier razonamiento.